lunes, 19 de diciembre de 2016

"Pittsburgh y compañía"

     © Guillermo Asián

De Bukowski (relato completo)
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Este tío, Sommerfield, no trabajaba en nada y además le pegaba a la botella. Era
una especie de imbécil y yo trataba de evitarle, pero él siempre estaba asomado
colgando de la ventana medio bebido. Me veía salir de mi casa y siempre me decía
lo mismo:
-Hey, Hank. ¿Por qué no me llevas a las carreras?
Y yo siempre le contestaba:
-Un día de éstos, Joe, hoy no.
Bueno, él seguía y seguía siempre con lo mismo, colgando de la ventana medio
borracho, así que un día le dije:
-Está bien, Cristo, vamos...
Y nos fuimos a las carreras.
Enero en Santa Anita, si conocieras ese hipódromo sabrías que puede hacer
verdadero frío cuando estás perdiendo. El viento llega de las montañas nevadas y
tus bolsillos están vacíos y tiemblas y piensas en la muerte y en los tiempos
duros y en el alquiler y todo lo demás. No es un sitio muy agradable para
perder. En Hollywood Park por lo menos puedes volver a tu casa bronceado.
Nos fuimos a las carreras. El habló durante todo el camino. No había estado
jamás en un hipódromo. Le tuve que explicar la diferencia entre ganador,
colocado y apuesta múltiple. Ni siquiera sabía lo que era una valla de salida o
un folleto de apuestas. Cuando llegamos, utilizó mi folleto. Tuve que enseñarle
a leerlo. Le pagué la entrada y le compré un programa. Todo lo que él tenía eran
dos dólares, me los enseñó. Suficiente para una apuesta.
Dimos una vuelta antes de la primera carrera, mirando a las mujeres. Joe me dijo
que no había estado con una mujer en cinco años. Era un tío de apariencia
miserable, un verdadero perdedor. Pasamos las páginas del folleto de apuestas y
miramos a las mujeres; entonces Joe me dijo:
-¿Cómo es que el caballo 6 está 14 a uno? A mí me parece el mejor.
Traté de explicarle por qué el caballo estaba 14 a uno en relación con los otros
caballos, pero él no me escuchaba.
-Tan cierto como el infierno que es el mejor. No lo entiendo. Yo voy a apostar
por él.
-Son tus dólares, Joe -dije yo-, y no pienso prestarte ni un céntimo cuando los
pierdas.
El nombre del caballo era Red Charley, una bestia de aspecto triste. Salió con
las cuatro patas vendadas. Cuando la gente lo vio, su cotización bajó a 18 a
uno. Yo puse diez dólares a ganador al caballo lógico, Bold Latrine, un apretado
manojo de clase, con una buena temporada a sus espaldas, y segundo favorito en
la carrera. Pensé que 7 a 2 era un buen precio para ese caballo.
Era un recorrido de milla y cuarto. Red Charley estaba ya en 20 a uno cuando
salió de la valla, y salió el primero; no podías perderlo de vista con tanto
vendaje. El chico le pegó fuerte y sacó cuatro cuerpos en la primera recta,
debía creerse que estaba en una carrera de cuarto de milla. El jockey sólo había
ganado dos veces en 40 montas y en seguida se veía por qué. Llevaba seis cuerpos
de ventaja en la recta de vuelta. La espuma caía a chorros por el cuello de Red
Charley; parecía condenada crema de afeitar.
En la última curva los seis cuerpos habían disminuido a cuatro y todo el paquete
le iba ganando distancia. Al entrar en la recta final, Red Charley sólo sacaba
un cuerpo y medio y mi caballo, Bold Latrine, iba avanzando cada vez más. Yo me
sentía como si estuviera allí dentro. A mitad de la recta sólo me sacaba una
cabeza. Unos metros más y estaría el primero. Pero siguieron de ese modo hasta
el final. Red Charley ganó por una cabeza. Pagaron 42,80 dólares.
-Sabía que era el mejor -dijo Joe, y se fue a cobrar su dinero.
Cuando volvió me pidió el folleto de nuevo. Lo ojeó.
-¿Cómo es que Big H está 6 a uno? -me preguntó-. Parece el mejor.
-Puede que te parezca el mejor a ti -dije-, pero según los expertos en caballos
y handicap, verdaderos profesionales, su valor es de 6 a uno.
-No te cabrees, Hank. Ya sé que soy un novato en este juego. Sólo quiero decir
que me parece como si debiera ser el favorito. No sé. Voy a apostar por él de
todas formas. Voy a apostar diez dólares de ganador.
-Es tu dinero, Joe. Sólo tuviste suerte en la primera carrera, el juego no es
tan sencillo.
Bueno, Big H ganó y pagaron 14,40 dólares. Joe empezó a pavonearse. Leímos de
nuevo el folleto en el bar y Joe pidió una bebida para cada uno y le dio al
camarero un dólar de propina. Cuando nos íbamos del bar, se dirigió al camarero
y le dijo: «Barneyïs Mole está solo en esta carrera». Barneyïs Mole era el
favorito a 6/5, así que no me pareció una predicción tan disparatada. De todos
modos, al acabar la carrera, ganador, representó dinero. Pagaron a 4,20 dólares
y Joe se sacó 20 dólares gracias a él.
-Esta vez -me dijo- eligieron favorito al caballo adecuado.
Al acabar la jornada, de nueve carreras, Joe había acertado ocho ganadores. En
el camino de vuelta, estuvo todo el rato preguntándose cómo podía haberse
equivocado en la séptima carrera.
-Blue Truck parecía con mucho el mejor. No entiendo cómo llegó tercero.
-Joe, has ganado 8 de 9. Esa es la suerte del novato. No sabes lo jodido que es
este juego.
-A mí me parece fácil. Simplemente eliges el ganador y luego recoges tu dinero.
No volví a hablar en todo el resto del viaje. Esa misma noche llamó a mi puerta
y se presentó con una botella de whisky y el folleto de apuestas. Le ayudé a
vaciar la botella, él me dijo los nueve ganadores del día siguiente y me explicó
por qué. Teníamos entre nosotros a un verdadero experto. Yo sabía cómo podían
subirse las carreras a la cabeza. Una vez tuve 17 ganadores seguidos y pensé en
comprar casas a todo lo largo de la costa y empezar un negocio de esclavos
blancos para proteger mis ganancias de los inspectores de Hacienda. Así de loco
te puedes volver.
Me moría de ganas por llevar a Joe al hipódromo al día siguiente. Quería ver su
cara cuando fallasen todas sus predicciones. Los caballos eran sólo animales
hechos de carne. Continuamente fallaban. Como decían los viejos aficionados:
«Hay una docena de formas de perder una carrera y sólo una de ganarla».
Bueno, pues no ocurrió así. Joe acertó 7 de sus 9 ganadores; caballos
desconocidos, de tarifa media. Y todo el camino de vuelta estuvo maldiciendo sus
dos perdedores. No podía entender por qué había fallado. Yo no dije nada.
El hijo de puta podía tener razón. Pero los porcentajes acabarían venciéndolo.
Comenzó a explicarme que yo apostaba mal, y el modo adecuado de hacerlo. Dos
días en el hipódromo y ya era un experto. Yo llevaba jugando 20 años y el tío me
estaba diciendo que no conocía mi propio culo.
Fuimos toda la semana y Joe siguió ganando. Se volvió tan insoportable que no
pude aguantarle por más tiempo. Se compró traje y sombrero nuevos, zapatos y
camisas, y empezó a fumar puros de medio dólar. Les dijo a los del subsidio de
paro que estaba empleado en su propio negocio y que no necesitaba su sucio
dinero por más tiempo. Joe se había vuelto loco. Se dejó crecer el bigote, se
compró un reloj de pulsera y un costoso anillo. El martes siguiente le vi
dirigirse al hipódromo en coche propio. un Caddy negro del 69. Me saludó desde
la ventanilla al tiempo que echaba fuera la ceniza de su puro. En el hipódromo
no hablé con él. Ahora iba siempre al sector de socios. Cuando llamó a mi puerta
aquella noche, llevaba la habitual botella de whisky y una rubiaza a su lado.
Una rubia joven, bien vestida, bien cuidada, tenía unas formas y una cara
magníficas. Entraron juntos.
-¿Quién es este viejo sarnoso? -le preguntó a Joe.
-Es mi viejo compadre, Hank -le dijo él-; le conocí cuando yo era pobre. Me
llevó un día a las carreras.
-¿Y no tiene alguna vieja?
-El viejo Hank no ha estado con una mujer desde 1965. Oye, ¿qué tal si lo
juntamos con la gorda Gertie?
-Oh infiernos, Joe. ¡La gorda Gertie no lo aguantaría! Mira, va vestido como un
pordiosero.
-Ten un poco de misericordia, nena, es mi compadre. Sé que no tiene muy buena
pinta, pero empezamos juntos, y yo soy muy sentimental.
-Bueno, la gorda Gertie no es sentimental, y le gusta la clase.
-Mira, Joe -dije yo-, olvídate de las mujeres. Siéntate aquí, bebamos unos
tragos, y vamos a echar un vistazo al folleto de apuestas para que me digas los
ganadores de mañana.
Joe hizo eso. Bebimos y me señaló los caballos. Me escribió nueve nombres en un
pedazo de papel. Su chica, Thelma, bueno, Thelma me miraba como si fuese una
mierda de perro en medio de un césped bien cuidado.
Estos nueve caballos dieron ocho ganadores al día siguiente. Uno de ellos pagó
62 dólares. No podía entenderlo. Esa noche Joe vino con una chica nueva. Parecía
aún más bonita. El se sentó a mi lado con la botella y el folleto de apuestas y
me escribió nueve caballos más.
Entonces me dijo:
-Escucha, Hank, me voy a mudar de casa. He encontrado un bonito apartamento de
lujo al lado del hipódromo. El tiempo de viaje de ida y vuelta a las carreras
era un coñazo. Vámonos, nena. Nos veremos por ahí, chico, adiós.
Sabía lo que pasaba. Mi compadre me estaba dando el cepillazo. Al día siguiente
aposté fuerte a los nueve caballos. Siete fueron ganadores. Cuando volví a casa
me sumergí en el folleto de apuestas tratando de hallar el motivo por el que los
había elegido, pero no parecía haber ninguna razón comprensible. Algunas de sus
selecciones eran verdaderos rompecabezas para mí.
No volví a ver a Joe por el patio de apuestas, excepto una vez. Le vi entrar en
los locales del club con dos mujeres. Estaba gordo, reía a carcajadas. Llevaba
un traje de doscientos dólares y un anillo con un diamante incrustado. Arrojó al
suelo a medio fumar un puro importado de dólar y medio.
Ese día perdí todas las carreras.
Dos años más tarde, yo estaba en el hipódromo de Hollywood Park y era un día
particularmente caluroso, un jueves. En la sexta carrera había sacado un ganador
a 26,80 dólares. Cuando me alejaba de la ventanilla de pagos, oí su voz detrás
mío:
-¡Eh, Hank! ¡Hank!
Era Joe.
-Cristo, tío -dijo-. ¡Es maravilloso volver a verte!
-Hola, Joe...
Seguía con su traje de doscientos dólares, en medio de todo ese calor. Todo el
mundo iba en mangas de camisa. El necesitaba un afeitado, sus zapatos estaban
polvorientos y el traje estaba arrugado y sucio. El diamante había desaparecido,
el reloj de pulsera había desaparecido.
-Dame un cigarrilo, Hank.
Le dí un cigarrillo y cuando lo encendió, noté que sus manos temblaban.
-Necesito un trago, tío -me dijo.
Lo llevé a un bar y nos tomamos un par de whiskies. Joe estudió el folleto de
apuestas.
-Escucha, tío; yo te he señalado un montón de ganadores, ¿no?
-Claro que sí, Joe.
Estuvimos allí mirando el folleto por un rato.
-Ahora coge esta carrera -dijo-. Mira a Black Monkey. Va a ganar, Hank. Lo tiene
chupado. Y está 8 a uno.
-¿Te gustan sus posibilidades, Joe?
-Está hecho, tío. Ganará como la luz del día.
Pusimos nuestras apuestas a Black Monkey y salimos a ver la carrera. Llegó en
séptimo lugar.
-No lo entiendo -dijo Joe-. Mira, déjame dos pavos más, Hank. Siren Call está en
la próxima, no puede perder. No hay manera.
Siren Call llegó a alcanzar un quinto puesto, pero eso no es una gran ayuda
cuando apuestas a ganador. Joe me sacó otros dos dólares para la novena carrera
y su caballo llegó el último. Me dijo que no tenía coche y que si me importaba
llevarle a casa.
-No te lo vas a creer -me dijo-, pero estoy de nuevo en la miseria.
-Te creo, Joe.
-Pero me remontaré. Sabes, Pittsburgh Phil se arruinó media docena de veces.
Siempre consiguió volver a enriquecerse. Sus amigos tenían fe en él. Le
prestaban dinero.
Cuando le dejé, me encontré con que ahora vivía en una vieja casa de
habitaciones alquiladas, a unas cuatro manzanas de la mía. Yo nunca me había
mudado. Cuando bajó del coche me dijo:
-Hay un programa cojonudo para mañana, lo tengo controlado. ¿Vas a ir?
-No estoy seguro, Joe.
-Quiero saber si vas a ir.
-Claro, Joe.
Esa noche oí llamar a mi puerta. Reconocí la llamada de Joe. No contesté. Seguí
tumbado en la cama. El siguió llamando. Yo tenía la televisión encendida, pero
seguí sin contestar. El volvió a llamar.
-¡Hank! ¡Hank! ¿Estás ahí? ¡EH, HANK!
Entonces empezó a pegarle de verdad a la puerta, el hijo de puta. Estaba
frenético. Golpeó y golpeó, una y otra vez. Al fin paró. Le oí bajar las
escaleras. Entonces oí cerrarse la puerta principal de la casa. Me levanté,
apagué el televisor, fui hasta el frigorífico, me hice un sandwich de jamón y
queso, y abrí una botella de cerveza. Me senté con todo ello, abrí el folleto de
apuestas del día siguiente y empecé a mirar la primera carrera, un premio de
cinco mil dólares potros de más de tres años. Me gustaba el número 8. Estaba
homologado en 5 a uno. De cualquier modo, me quedaba con él.

martes, 13 de diciembre de 2016

El baño de Ela.


     © Guillermo Asián
Hermosas ninfas que, en el rio metidas,
contentas habitáis en las moradas
de relucientes piedras fabricadas
y en columnas de vidrio sostenidas;

agora estéis labrando embebecidas,
o tejiendo las telas delicadas;
agora unas con otras apartadas,
contándoos los amores y las vidas;

dejad un rato la labor, alzando
vuestras rubias cabezas a mirarme,
y no os detendréis mucho según ando;

que o no podréis de lástima escucharme,
o convertido en agua aquí llorando,
podréis allá de espacio consolarme.
Garcilaso de la Vega