© Guillermo Asián
Imaginemos una ocasión especial, tal
vez una cena elegante en el comedor de un palacio renacentista convertido en
restaurante, o en un hotel, como tantos en las viejas ciudades de Europa.
Lámparas de lágrimas y candelabros con
velas imparten una luz tenue, alfombras mullidas protegen las antiguas maderas
del piso, gobelinos de trescientos años cubren las paredes, y frescos mitológicos
decoran los techos. Ante las mesas redondas cubiertas con largos manteles y
decoradas con orquídeas, se sientan los comensales, de gala, en sillas de
respaldos tallados. Rubí y ámbar en las copas, el sonido apagado de las
conversaciones gentiles, el tintineo de la plata contra la porcelana....Danzan
los mesoneros , sacerdotes de una misa suntuosa, solícitos , irónicos, llevando
y trayendo las fuentes con deliciosos manjares. Una pareja ocupa una de las
mesas junto a la ventana. Los pesados cortinajes de brocado están abiertos y a
través de los cristales se vislumbran los jardines en sombra, apenas iluminados
por una luna tímida. La mujer, espléndida, va toda de terciopelo color sangre,
con los hombros descubiertos y dos magníficas perlas barrocas en las orejas. El
hombre viste de negro, impecable, con botones de oro en la camisa . Mantienen
las espaldas rectas y la distanci precisa entre la mesa y la silla, sus gestos
son controlados, algo rígidos, como si se movieran en una acartonada coreografía,
pero a través de sus gestos estudiados se percibe la atracción mutua como un
rio turbulento que amenaza con llevarse todo por delante . Bajo el mantel las
rodillas se rozan por azar y ese contacto, casi imperceptible, los golpea como
una corriente poderosa; una llamarada iracunda sube por los muslos y enciende
los vientres . Nada cambia en sus posturas, pero el deseo es tan intenso que
puede verse, palparse, como una niebla caliente borrando los contornos del
mundo circundante . Solo ellos existen.
El mesonero se acerca para escanciar más vino. Tiemblan. Ella levanta el
tenedor, abre los labios y desde el otro lado de la mesa él adivina la tibieza
de su aliento, siente la lengua de ella, moviéndose en su propia boca como un
molusco sofocante y terrible. Se le escapa un gemido que , de inmediato
disimula tosiendo con discreción y llevándose la servilleta a la cara. Ella
tiene la vista fija en la última ostra del plato de su compañero, una vulva
hinchada, palpitante, indecente, mojada en leche oceánica, síntesis de su
propio desvarío. Nada revela la turbación de ambos . En silencio cumplen con
decoro, paso a paso, los ritos precisos de la etiqueta; pero no oyen las notas
del pianista animando la noche desde un rincón del salón palaciego, los aturde
el estrepitoso huracán del deseo en sus pechos . Fuerzas primitivas se han
desencadenado: tambores y jadeos de guerra, un soplo de selva , de humus , de nardos podridos insinuándose a
través del aroma delicado de la comida y el perfume femenino ; imágenes de
carne desnuda, de abrazos crueles, de lanzas inflamadas y flores
carnívoras . Sin tocarse, el hombre y
la mujer perciben el olor y el calor del otro, las formas secretas de sus
cuerpos en el acto de la entrega y del placer, las texturas de la piel y el
cabello aún desconocidas; imaginan caricias nuevas, jamás antes experimentadas
por nadie, caricias íntimas y atrevidas que inventarán solo para ellos . Una
fina película de sudor les cubre la frente . No se miran a los ojos, observan
las manos del otro, manos cuidadas que sostienen los cubiertos con gracia, van
y vienen entre el plato y los labios, como pájaros. Elevan la copa en un
brindis cargado de intenciones, por un
instante las miradas se cruzan y es como si se besaran. Arden, aterrados ante
la furia arrolladora de sus propias emociones, ella húmeda, él enhiesto,
contando los minutos de aquella cena eterna y , al mismo tiempo, deseando que
aquel suplicio se prolongue hasta que cada fibra de sus cuerpos y cada
alucinación de sus almas alcance el límite de los soportable, calculando cuando
podrán abrazarse, dispuestos a hacerlo allí mismo, sobre la mesa, delante de
los mozos danzarines y toda aquella comparsa de fantasmas de gala, ella
bocabajo sobre la mesa, las piernas abiertas, sus nalgas de ninfa expuestas a
la luz de las lámparas vienesas, clamando obscenidades , él atacándola por
detrás entre los pliegues del terciopelo granate, aullando entre los platos
rotos, manchados de comida, cubiertos de salsa, chorreados de vino,
arrancándose la ropa a tirones, las perlas barrocas, los botones de oro,
mordiéndose, devorándose. Aquella visión es tan intensa , que los dos oscilan
al borde del abismo, a punto de estallar en un orgasmo cósmico. Y entonces dos
mesoneros aparecen junto a la mesa, se inclinan ceremoniosos, colocan ante
ellos los platos cubiertos y con gestos idénticos levantan las tapas metálicas
.
Bon apetit , murmuran.
De Afrodita, por Isabel Allende
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