domingo, 22 de mayo de 2011

La madre de Carol



Desde muy pequeño yo intuía que las mujeres influirían decisivamente en mi vida.
No tenía muy claro el por qué, pero con tan sólo diez años desviaba mi atención de cualquier cosa, por muy atractiva que fuera, al ver pasar a Carol, “la francesa”.
Caminaba distraídamente ante mí, agarrada del brazo de su hermana gemela; con su “mini” roja y sus zapatos de tacón, desafiante y muy segura de sí misma. Tenía sólo doce años y era una Lolita impresionante.

Su madre era joven, rubia, delgada y se embutía en pantalones ajustados hasta la asfixia. Era el sueño de David Bailey.
Imagino que Carol y su hermana escuchaban habitualmente a Jimi Hendrix y a Jim Morrison en el tocata de su mamá. Lo que quiero decir con esto es que la madre de Carol frecuentaba la lectura, el cine y la música de los más atrevidos creadores del momento, y eso, en un barrio ocupado por intelectuales y artistas, era  alimento para una cultura abierta que espoleaba a su vez una sana sexualidad. Una mujer inquieta y culta, y, además, muy bella.
Es la descripción de un personaje interesante, pero a pesar de ello no aceleraba mi pulso. Estimulaba mi imaginación, eso sí, y resultaba enigmática y atrayente. A veces yo urdía en mi mente historias disparatadas, como que trabajaba en alguna organización secreta ejerciendo de Mata-Hari invencible; una walkiria que sorbía con pajita el cerebro de los machotes de turno, esos que pretendían beneficiársela.

Me sentía raro y algo contrariado.
¿Por qué subía mi temperatura hasta los límites del estallido cuando Carol me hablaba? Ya no lo recuerdo, pero las conversaciones debían ser tan estimulantes como una algarroba secándose al sol
-¿Has probado los chicles de fresa ácida?- Y cosas por el estilo.
Casi era preferible no encontrarla al salir a la calle. De esta forma pasaba el rato tranquilo y sin palpitaciones, jugando un rato con mis amigos lanzando piedras, o escarbando en la tierra a la búsqueda de unas lombrices. Cosas de los chicos sanos de entonces, ya sabes.

Un día noté que Carol no volvía a la calle. Y así un día, y otro... 
A veces miraba cuesta arriba, esperando a que apareciera caminando la falda roja, prendida de su cuerpo menudo.
Desapareció. Quizás se la llevaron con su familia a Francia, o tal vez su madre soltera se casó con aquel barbudo de la guitarra Gibson y se escaparon a una comuna. Quién sabe. A veces pienso, de forma un tanto literaria, que aquella ausencia repentina fue el comienzo de la nostalgia.
De lo que sí estoy seguro es que su madre despertó al observador permanente que habita en mí.

Me pregunto qué habrá sido de Carol. ¿Recordará ella sus primeros latidos incontrolados?
Allá donde esté, espero que sea una mujer feliz y libre, dueña de sí misma... como lo fue su madre.

1 comentario:

  1. Hola Guillermo, me encanta la foto y el texto. En mi blog "La sombra del árbol" (http://javierlinaresfoto.wordpress.com/)uso una formula parecida: historias relatadas y fotos que cuentan una historia.
    Me suscribo al tuyo y te invito al mio.

    Un abrazo y enhorabuena.

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