Antonio Vega. Foto: Guillermo Asián
En Madrid ejercía de alcalde un profesor de universidad, eminente orador y mejor persona. Los jóvenes seguíamos de cerca la estela de este hombre afable, partidario de darle al pueblo lo que le pertenece: la ciudad. Las fiestas, los espectáculos y la cultura en general inundaban Madrid de la mano de Enrique Tierno Galván, que con sus famosos bandos pasaba de refilón la mano paternal de un alcalde que se hizo amigo de todos.
Mientras tanto, Jesús Ordovás en Radio España, o Paco Pérez
Bryan en Radio Juventud, entre otros muchos, impulsaban la música que le
pondría sonido a la banda sonora de una época que exportaba creatividad más allá de nuestras fronteras. El escenario del arte eclosionaba con energía, de la mano de creadores de todo tipo: la pintura y el cómic con Ceesepe, el Hortelano, Javier de Juan,
entre otros muchos; la literatura con Gregorio Morales, Luis Antonio de Villena
y otros tantos; la música con múltiples
bandas de pop y de rock como Aviador Dro, Los Secretos, Alaska y los Pegamoides
y otros muchos; el cine con Almodóvar, Trueba, Colomo...
Antonio Vega, que después de formar parte de Nacha Pop
siguió carrera en solitario, era uno de los que participaban de aquel jolgorio
mezclado con la ilusión de un Madrid nuevo que eclipsaba
incluso a Nueva York, Londres y Berlín.
En Rock Ola y en El
Sol, por citar algunas de las salas más visitadas del momento, nos dábamos cita
cada noche los noctámbulos felices, sin la preocupante represión de los cuerpos de policía que ya parecían formar parte de otro tiempo. Entonces se vivía en la calle
con la tranquilidad que otorga la ausencia de malicia. La Gran Vía era un
rastro inmenso de gente, hasta muy entrada la mañana. No quiere decir esto
que no se escapara algún puñetazo, pero desde La Mala Fama hasta el “Penta”,
garitos imprescindibles del momento, la risa y la creatividad se daban la mano.
Recuerdo la noche que conocí a Antonio. Era sencillo
encontrarse en la madrugada madrileña con aquellos que serían
reconocidos artistas poco más tarde. Santiago Auserón tocaba una pequeña armónica
al final de una fila de asientos en el Sol, mientras reprimíamos el nerviosismo producido por un desfile de faldas minúsculas.
Fue un placer y un privilegio vivir la noche
de Madrid en aquellos gloriosos días, enganchado al manillar de la moto de
turno, compartiendo cerveza con Los Centuriones o dando vueltas por la
Castellana entre idas y venidas infinitas. Los días eran largos y también
daba tiempo para inventar y trabajar. Oscar Mariné diseñaba la revista “Madrid
me mata”, abriendo sus páginas a fotógrafos y dibujantes que expresábamos con
libertad nuestro punto de vista gráfico. Allí, y en la Luna, compartimos páginas Alberto García Alix, Jordi Socías, Ceesepe, Javier de Juan, Miguel Trillo y otros muchos. Los que vivimos aquellos años sabemos
que no quedaron reducidos a un “Voy a ser mamá” entre Almodóvar y MacNamara.
Aquella época fue un
punto y aparte en la cultura de la ciudad, e incluso del país, por donde se
extendió pronto como un reguero de pólvora.
Ahora “disfrutamos” de un Madrid muy
distinto, plagado de policías barbilampiños con acné y gafas de sol que portan armas de gran calibre, y asistimos a las ocurrencias diarias de la nueva alcaldesa, que nos regocija con el humor kitsch de sus intervenciones. Que bajo hemos caído, Antonio.
Guillermo permiteme que mencione a Eduardo Benavente, Paralisis Permanente,referente en el panorama musical de la época.
ResponderEliminarPor supuesto, he dejado muchos/as en el tintero. Saludos
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